El primer positivista
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El Proyecto Gutenberg, repositorio digital de obras clásicas y modernas, alberga una edición de 1663 de los Breviarios fantásticos y extraordinarios, de Horacio Primavera. En todas estas historias cortas, el protagonista lleva el nombre del autor como supuesto compromiso ético. A continuación se transcribe, sin latinismos, una de esas narraciones.
El primer positivista
Por Horacio Primavera
Noviembre 09, 1663
Cuando el yo-dormido de Horacio presenció la caída de un rayo esplendoroso sobre la extensión solitaria de una pampa, fue el augurio del trueno —inminentemente grosero— lo que lo arrancó de su ensoñación antes de haberlo podido escuchar. Embargado por la resonancia ondulante, Horacio sufrió convulsiones, que pensó debían ser el eco de una epifanía fugaz: una idea que surge y se esfuma con la velocidad de un relámpago, siendo la epifanía tan sólo el retumbar de su paso. En sus cuadernos, Horacio escribió: «Quien decide perseguir una epifanía se embarca en una tarea imposible: como un cirujano que disecciona un relámpago, debe tratar de capturar su esencia a través de los ecos de su estallido, recomponiendo esa visión instantánea en su forma más pura».
Versado en las descripciones griegas de los sentimientos humanos, sabía que todos coincidían en describir como pasajero a este fenómeno del cuerpo-que-se-retuerce. Pero él no dejaba de convulsionar. Pensó entonces que era lógico: si su yo-dormido había visto ese rayo magnífico del mundo onírico, era deber del yo-despierto escuchar el trueno, puesto que la naturaleza demanda equilibrios. Precisamente, despertar antes de oír el estruendo rompió involuntariamente un equilibrio. Horacio se convirtió así en una intersección entre dos mundos, el de los sueños y el de la vigilia. En esa intersección -es decir, en él mismo- residía el instinto de un trueno perpetuo que se negaba a abandonarlo y que se manifestaba en forma de convulsión.
Pronto comprendió la tragedia: había soñado un relámpago sin sentido profundo. No era metáfora del amor, la amistad ni otro sentimiento elevado. Era simplemente un rayo sordo que caía sobre una pampa yerma. Casi como venganza ante la ruptura del equilibrio, el trueno llegó acaso Horacianamente. Y en tanto intersección, Horacio debía ejercer de cirujano del trueno e intentar reconstruir un rayo que no era más que un rayo, en un esfuerzo vano por liberarse de este encadenamiento.
Horacio y su tarea cayeron pronto en el olvido. No obstante, su infructuoso intento de diseccionar aquel anodino relámpago contenía el germen de un cambio paradigmático: negando toda posibilidad de interpretación metafísica del fenómeno, fue él quien sentó las bases del positivismo y del empirismo moderno. Antes de Homero, era Horacio librando una batalla frente a inefables bestias en un océano de soledad.
Siglos después, el escritor ecuatoriano Pablo Palacio, profundamente influenciado por el caso de Horacio, escribiría aterrorizado sobre una fatalidad hasta entonces pasada por alto: «¿Pero si después de muerta, mi alma va a ser así como mi cuerpo…? ¡Cómo quisiera no morir!». De ser esto una posibilidad, pensaba Palacio estremecido, privado incluso de la quietud de la muerte, el alma de Horacio vagaría eternamente agonizante, arrastrando en su errancia su cadáver como mortaja.