Imágenes que se pueblan

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Hay imágenes que se pueblan. Como una casa. Una casa y un perro. Una casa, un perro y un carro. Una casa, un perro, un carro y una mujer. Y niños. Y risas de niños. Y el plástico de juguetes que chocan entre sí. Un patio. En el patio, un árbol. En el árbol, un columpio. Es curioso cómo estas imágenes se pueblan de ese modo, aun cuando uno haya intentado vivir al margen, pensando que lo esencial está en otro lugar. Lo he experimentado dos veces. Una vez, con mi exnovia, Ana. Decidimos vivir juntos y formar una familia. No funcionó, y fue mi culpa. Hay imágenes que no llegan a configurarse. La segunda vez fue con Laura, mi exprometida. Nos comprometimos, y a los dos meses nos enteramos de que estaba embarazada. Estuvimos felices hasta que el hijo potencial se perdió espontáneamente en un término médico. Y, de la imagen poblada, se despuebla un niño. La risa de un niño. El ruido del plástico de los juguetes que hubiese hecho chocar entre sí. Y entre la madre potencial y el padre potencial se levantan muros: a la izquierda, distancia emocional; a la derecha, distancia geográfica. La madre está en Europa y el padre en América. Quién sabe en cuántos años podrán coincidir en el mismo espacio. Y de la imagen poblada se despueblan del futuro inmediato los demás niños. Y la casa. La casa y el perro. La casa, el perro y el carro. El patio. El árbol del patio. El columpio del árbol del patio. De la imagen, casi enteramente despoblada, se despuebla Laura. Como la distancia es geográfica, nos despoblamos el uno al otro por Skype y luego por email, hasta que ya no quedó nada. Uno comprende que no solo intentó vivir al margen por pensar que lo esencial estaba allí; fue también por un temor sincero a la violencia contenida en esas imágenes que parecen poblarse de manera autónoma, como por la inercia de algo que nos trasciende. La violencia de esas imágenes pobladas que, de un día para otro, se despueblan. Y que lo dejan a uno sentado sin saber bien qué hacer con las manos.