Reportes de gravedad

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Londres; jueves, 10 de septiembre del 2025


Laura fue la primera. Llevaba un vestido verde con tenues florecitas azules, ajustado hasta un poco más arriba de las rodillas, que había combinado con unos zapatos de taco grises de tela de gamuza. Los zapatos cayeron primero sobre el césped, juntitos, como sometidos a la disciplina de las habitaciones ordenadas. Luego cayó su cuerpo con el sonido de un costal que cae desde gran altura. Porque, en efecto, eso fue lo que hizo: cayó, luego de haber salido disparada hacia el cielo mientras estábamos recostados sobre el césped del parque frente al Palacio de Westminster.

Sofisticada tecnología de la pericia judicial londinense analizaba su cuerpo; corrían fotos, flashes, hisopos entraban y salían de las todavía cálidas narices con muestras dirigidas hacia fríos tubos de ensayo, cuadernos se iban llenando de declaraciones de testigos. Uno de esos peritos judiciales fue el segundo. Voló más arriba que Laura y el ruido que hizo al caer fue estremecedor. La perplejidad del segundo cuerpo nos duró varios segundos. Estampidas de turistas, policías, peritos, ingleses, buscaban refugio. Algo con techo. Cualquier arquitectura sólida con techo. En la Abadía de Westminster donde estamos, nadie se ha animado aún a salir. La soledad del centro de Londres está imbuida de un aire de guerra.

La muerte, impetuosa niveladora, ha encontrado un método inédito para ejercer su oficio. Bajo las bóvedas góticas de la Abadía, los privilegiados y los comunes se entremezclan en democrático pavor, una fraternidad que sólo el temor logra construir entre clases. Un parlamentario conservador, aquel que había votado contra la asistencia a refugiados sirios, solloza ahora en el regazo de una mujer paquistaní que limpia oficinas gubernamentales.

Los científicos británicos, tan acostumbrados a imponer certezas sobre el mundo, balbuceaban ahora teorías provisionales con la inseguridad de advenedizos. “Anomalía gravitacional localizada”, decían unos, como si ponerle nombre al espanto lo volviera menos terrorífico. “Inversión metafísica del campo gravitatorio”, aventuraban otros, aferrándose a la terminología como un náufrago al enigma. La insuficiencia del lenguaje científico resultaba casi tan patética como la de los rezos murmurados en los rincones más oscuros de la Abadía.

La BBC continuaba transmitiendo con imperturbable flema británica. “Mantengan la calma mientras investigamos este inusual fenómeno”, recomendaba un presentador cuyo maquillaje no lograba disimular el temblor de los párpados y las manos. La civilización comenzaba a resquebrajarse como barata pintura.


Quito; lunes, 04 de enero del 2026


Íbamos saliendo hacia la calle Piedrahita cuando sentí que le lancé una mirada inusual a un señor rechoncho de terno que —no supe si enojado o sencillamente apasionado— gritaba cerca de la garita principal del Palacio Legislativo. Y si sospeché que mi mirada fue inusual fue porque Carlos me contó, sin que yo le preguntase, quién era ese señor que vociferaba un mensaje ininteligible. Me dijo que cualquiera que haya trabajado en el órgano legislativo del Ecuador lo conoce bien: allí acude con puntualidad suiza todos los días; es, aparentemente, su trabajo: hace de voz moral que, acaso por su puntualidad y no por su contenido no pocas veces disparatado, es recompensada por los servidores públicos en forma de limosna.

A la vuelta del Palacio nos agenciamos unos encebollados en los Cebiches de la Rumiñahui y regresamos pronto. Sentados fuera de la entrada principal, Carlos prendió un tabaco y me comentaba de su nuevo empleo. Lo escuché sin demasiado interés. El interés, sin embargo, llegó pronto en forma del señor rechoncho volando varios metros arriba de la garita hacia la altura del Chimborazo. Su cuerpo cayó ¡chaj! cerca de nosotros. Los hechos de Londres, pensé de inmediato, se repetían y mi inacción obedecía a la pura perplejidad. Sentí lástima por la escolta legislativa que no se enteró de aquella noticia y se abalanzó a ayudar al señor que vocifera. Los vi volar alto y, casi involuntariamente, me encontré con mis ojos cerrados, la cabeza volteada hacia otro lado —cualquier lado—, y las manos apretadas contra mis orejas.

El profeta-mendigo, oráculo de profecías ignoradas, había conseguido finalmente la atención que reclamaba, aunque mediante un método tan drástico como involuntario. Qué exquisita justicia poética que fuera precisamente él, el perpetuo ignorado, quien inaugurara el espectáculo local de la nueva física. Su cuerpo, lanzado como una ofrenda inversa hacia los cielos, describió una parábola perfecta antes de estrellarse contra el concreto republicano. El ruido de aquel impacto, me pareció, tenía algo casi acusatorio, homosapiensmente acusatorio.

La escolta legislativa —hombres uniformados cuya única función verdadera es la de intimidar a quienes no visten con suficiente decoro— corrió hacia el cuerpo caído con ese heroísmo inútil y tardío tan característico de nuestras instituciones. Segundos después, ellos mismos experimentaban otra vez el fenómeno (¿así es el subdesarrollo, verdad amiguito?). Ascendieron como globos desinflados, agitando brazos y piernas en una danza grotesca, para luego precipitarse con la misma violencia que aquel a quien pretendían socorrer. La metáfora resultaba tan obvia que casi ofendía la inteligencia: quienes protegen al poder terminan compartiendo el destino de aquellos a quienes desprecian.

En los restaurantes cercanos, comensales habituados a la teatralidad política ecuatoriana observaban los acontecimientos con un interés casi gastronómico, como si fuese un espectáculo incluido en el precio del almuerzo. Algunos hasta aplaudieron, confundiendo inicialmente el fenómeno gravitatorio con alguna protesta performática. La confusión entre catástrofe y arte, entre apocalipsis y entretenimiento, es un error comprensible en un país donde la tragedia nacional se ha institucionalizado como pasatiempo colectivo.


Quito; martes, 05 de enero del 2026


La mañana trajo consigo ese característico sol quiteño que ilumina con despiadada claridad tanto las glorias coloniales como las miserias contemporáneas. El Presidente de la República, administrador temporal de nuestra perpetua crisis, apareció en cadena nacional vistiendo un pequeño traje más solemne que de costumbre —negro riguroso, como si el color pudiera conferir gravedad a sus palabras ligeras. Su discurso oscilaba entre la preocupación patriótica y la oportunidad diplomática: “Ecuador enfrenta con valentía esta crisis global”, declaraba, mientras sus ojos delataban el placer apenas disimulado de pertenecer, al fin, a una narrativa mundial (y usted también, no se haga).

En el mercado de San Roque, vendedores ingeniosos ofrecían ya “escapularios anti-gravedad” y “aguas de vertiente bendecidas contra la levitación”. La superstición, la industria ecuatoriana más constante y rentable, se adaptaba con admirable agilidad a la nueva circunstancia metafísica. Mientras tanto, en las universidades públicas de la ciudad, académicos formados en el extranjero organizaban simposios urgentes sobre “La decolonización de la gravedad” y “Epistemologías andinas frente al nuevo paradigma gravitacional”.

Los periódicos competían por acuñar el término definitivo para el fenómeno: “Síndrome de Ascensión Involuntaria”, “Mal de Westminster-Quito”, “Gravedad Andino-Londinés”. La nominalización, humano ritual de poder, procedía con entusiasmo inversamente proporcional a su utilidad práctica.

Lo más revelador, sin embargo, era observar cómo la estratificación social se manifestaba incluso ante el colapso de las leyes físicas: los ricos instalaban redes sobre sus mansiones y contrataban “ancladores personales”, mientras en los barrios populares la gente se ataba con cuerdas a postes de luz y compartía un peso adicional en los bolsillos como medida preventiva comunal. La inequidad, ese principio más constante que la misma gravedad, encontraba siempre formas de expresarse, incluso —o especialmente— ante el fin del mundo.

Vimos desde un televisor la cadena presidencial en donde el Jefe de Estado parecía interesado no tanto en pedir calma a sus compatriotas, como informarles a las autoridades londinenses que los hechos del 10 de septiembre se repetían. Mientras lo escuchaba, pensé que quizá esa era una declaración oficial de que Ecuador pertenece a los países en vías de desarrollo: cuando ocurren este tipo de calamidades, no podemos hacer más que pedir auxilio. Auxilio con parpadeos de soberanía revelados en que la cadena presidencial siempre mantuvo su tenor de reporte. De un reporte de gravedad.