Húmedos acordes nacionales
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I.
El Presidente Arturo Zambrano cargaba sobre sus hombros la cruz de una peculiaridad fisiológica: cada interpretación del Himno Nacional del Ecuador provocaba en su anatomía íntima una respuesta patriótica de humedad inoportuna. Su psiquiatra —antes de su conveniente transmutación en persona desaparecida— consignó en expedientes que jamás alcanzarían archivo público:
Paciente A.Z. persiste en negar su aflicción a pesar de las inconfesables manchas que han salpicado el honor de nuestras delegaciones diplomáticas. Recomiendo implementación de protocolos de contención textil reforzada.
a)
La señora Quintero cultivaba girasoles en su balcón con una negligencia tan estudiada que resultaba sospechosa. Nunca los regaba —como si hubieran trascendido las vulgares necesidades hídricas de la botánica común— pero cada martes, a las 7:43 a.m., los sometía a un escrutinio digno de inquisidor colonial. Hasta que cierto día, su ritual de observación floral sufrió un retraso de 4 minutos y 18 segundos, desviación temporal que en cualquier otra circunstancia resultaría insignificante, pero que en el meticuloso catálogo de lo cotidiano constituía una anomalía de proporciones sísmicas.
Guillermo (9 años, habitante del departamento 5D y poseedor de una curiosidad que auguraba un futuro en servicios de inteligencia o periodismo de investigación) registró el evento en su libreta de tapas gastadas con bordillos azules:
Observación crítica: la señora Q ha alterado su cronograma habitual. Los girasoles están orientados hacia coordenadas gubernamentales en lugar de seguir la trayectoria solar. Hipótesis: conspiración botánico-política en desarrollo.
II.
La Primera Dama había descubierto, con una intuición propia de quienes nacen para manipular los hilos del poder, el método perfecto para gobernar sin necesidad de elecciones o golpes de estado. Un silbido apenas perceptible, reproduciendo con aparente inocencia las primeras notas del ¡Salve, Oh Patria!, y el Presidente plasmaba su rúbrica en cualquier decreto con la obediencia pavloviana de quien responde a estímulos más básicos que ideológicos. La oposición, en su bendita ignorancia sobre los mecanismos íntimos del poder ejecutivo, empleaba inadvertidamente la misma estratagema cada vez que protestaba entonando patrióticas melodías.
“Las fuerzas imperialistas y sus lacayos conspiran desde las sombras contra nuestra soberanía…” —vociferaba Zambrano tras cada episodio de precocidad patriótica, mientras su Ministro de Imagen Pública tejía elaboradas explicaciones sobre “condensación ambiental” y “defectos en la sastrería presidencial”.
b)
Carlos, el portero del edificio y cronista no-oficial de sus misterios cotidianos, sostenía con la convicción propia de los profetas urbanos que la señora Quintero pertenecía a una categoría taxonómica ajena a la humanidad convencional.
—Jamás ingiere alimento terrestre. Nunca recibe visitas de naturaleza humana. Y esos girasoles… ¿Han observado cómo ejecutan sus movimientos con independencia de las leyes físicas conocidas? Como si respondieran a un sol invisible para el resto de nosotros, ordinarios mortales.
III.
—¡Exijo la interpretación del Himno Nacional en cada manifestación pública del Estado!—rugió Zambrano con fervor de converso religioso, mientras sus manos ejecutaban una coreografía de ajustes textiles en la región de su bragueta gubernamental.
El Ministro de Cultura, exudando la resignación líquida propia de los funcionarios que intuyen su impotencia histórica, asintió con la cabeza. El último subalterno que osó cuestionar aquella melómana obsesión ahora catalogaba documentos clasificados en el Archivo 27, instalación cuya existencia era negada con el mismo entusiasmo con que se afirmaba la transparencia electoral.
c)
Mariana, estudiante de ciencias biológicas (y portadora del linaje genético del antiguo conserje, en cuya sangre parecía haberse destilado la virtud de la sospecha sistemática), insistía en examinar aquellos especímenes botánicos con obstinación académica.
—Presentan anomalías morfológicas y conductuales incompatibles con los principios establecidos del fototropismo. Su perfección es matemáticamente improbable.
La señora Quintero, invariablemente, respondía con la fórmula verbal propia de quienes poseen secretos de Estado:
—La ciencia tiene sus tiempos, niña. Otro día será más propicio para satisfacer tu curiosidad.
Y estampaba su firma con una Q cuya caligrafía resultaba excesivamente refinada para una supuesta jubilada del Ministerio de Agricultura, como si cada trazo de tinta contuviera códigos destinados a ojos más elevados que los de una simple estudiante.
IV.
En los sótanos del Archivo Nacional, entre páginas condenadas al olvido burocrático, un documento de antigüedad venerable y autenticidad cuestionable revelaba verdades incómodas sobre la anatomía del poder:
Todo tirano alberga un punto débil de ridiculez proporcional a su megalomanía: Calígula secretaba tinta azul por sus poros cuando articulaba falsedades. Napoleón solo conseguía el descanso del sueño bajo el arrullo acústico de cañones en la distancia.
d)
Una mañana que la historia recordaría como el preludio inaudible de la caída, un individuo ataviado con la pulcritud sospechosa de los emisarios del destino llegó al edificio. Entregó a la señora Quintero una maceta desprovista de vegetación, recipiente cuyo vacío constituía en sí mismo un mensaje más elocuente que cualquier proclama revolucionaria. El vecino del 2A, ejerciendo su vocación de vigilancia ciudadana desde el observatorio de su ventana, juró por todos los santos del santoral republicano que, durante un instante fugaz pero innegable, los girasoles suspendieron su perpetuo movimiento, como si la naturaleza misma contuviera el aliento ante la inminencia de lo extraordinario.
V.
Durante la ceremonia de inauguración del Monumento a la Eternidad del Régimen (estructura arquitectónica cuyo presupuesto había devorado tres años de inversión social), la Orquesta Sinfónica Nacional interpretó el himno patrio con triple reiteración consecutiva, por orden expresa del Ejecutivo. El cuerpo presidencial de Zambrano experimentó un temblor perceptible incluso para los observadores más distantes. Las cámaras de la televisión estatal, en súbita solidaridad con el pudor nacional, sufrieron una epidemia de fallos técnicos simultáneos.
e)
A las 7:47:32 a.m. del día siguiente, preciso como una ejecución matemática, los girasoles del balcón de la señora Quintero rotaron sus corolas doradas en perfecta sincronía mecánica, orientándose no hacia el astro solar que nutría su botánica existencia, sino hacia el Palacio de Carondelet, sede del poder ejecutivo y escenario de tantas comedias políticas.
Y entonces, contraviniendo todas las leyes conocidas de la botánica y la acústica, cantaron con voces de metálica dulzura las primeras notas del Himno Nacional.
VI.
A las 8:03:45 a.m., Arturo Zambrano compareció ante las cámaras de televisión para anunciar su dimisión irrevocable. La mancha oscura que se extendía por la región frontal de sus pantalones presidenciales constituía, para los observadores más perspicaces, la verdadera declaración de principios de un régimen derrocado no por tanques ni barricadas, sino por la implacable artillería de la música patriótica y sus efectos sobre la fisiología del poder.
En toda la ciudad, desde balcones presididos por macetas insospechadas, girasoles idénticos entonaban en coro perfecto las notas de un himno convertido en arma acústica contra la cual ninguna constitución ofrecía defensa posible.