Faz innominable

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Me consume la obsesión por un rostro cuya elocuencia espectral trasciende toda gramática concebible. Un semblante que, desde los páramos de su mutismo sobrenatural, ha derribado las leyes de la comunicación terrenal para erigir un sistema semiótico accesible solo a los iniciados. Lo he vislumbrado en las intersecciones de dimensiones olvidadas, en los abismos cromáticos de sueños prohibidos, en espejos que —desafiando la física elemental— reflejan expresiones que aún no han acontecido.

Este rostro —si acaso el término puede aplicarse a una manifestación que desafía toda taxonomía— se revela en la arquitectura imposible de un ceño cuyos decretos silentes podrían reescribir el cosmos; en la geografía transmutada de unas mejillas que albergan universos paralelos de significación. Sus ojos, vórtices que curvan la luz hacia planos vedados, pronuncian sentencias que disuelven la realidad con cada parpadeo.

La boca, esa grieta en el tejido espacio-temporal que en los seres ordinarios apenas vehicula palabras, aquí permanece en un silencio tan denso que reduce las bibliotecas milenarias a balbuceos infantiles. Sus comisuras trazan ecuaciones que resuelven los misterios cósmicos; cada pliegue labial custodia eónes de sabiduría olvidada.

¡Ah, pero ese gesto! —el número doscientos trece en mi catálogo de lo inefable—, cuando la comisura derecha se eleva imperceptiblemente y el entrecejo vibra en una frecuencia que solo captan las luciérnagas y los gatos moribundos. En ese movimiento infinitesimal yace toda la poesía jamás escrita: el temblor del párpado contiene íntegra la Divina Comedia; la dilatación sutil de la pupila recita los sonetos perdidos de Shakespeare; el pulso de una vena temporal entona las odas que Neruda nunca concibió. El aire se coagula en metáforas tangibles, cristalizándose por un instante antes de disolverse en el éter de lo posible.

Con la meticulosidad de un cartógrafo demente, he registrado cada expresión en un grimorio imposible. La número quinientos cuarenta y dos —un espasmo del labio inferior acompañado de una ondulación en la mejilla— refuta no solo las filosofías occidentales, sino todo sistema de pensamiento concebible en cualquier plano existencial. La número setenta y ocho —una contracción nasal que viola las leyes de la anatomía— desmonta y reconstruye, en un mismo instante, todas las estructuras sociopolíticas existentes.

Este rostro ha ejecutado, con la paciencia de los dioses primigenios, un apocalipsis lingüístico. Ha destronado no solo al verbo, sino a la mismísima posibilidad de comunicación, reinando ahora desde un palacio edificado con gestos que doblegan la realidad, donde las palabras no han sido exiliadas, sino borradas de la memoria colectiva.

Lo más perturbador —lo que me arranca gritos en las noches de luna púrpura— es la certeza creciente de que este rostro es, a la vez, el mío propio y el de todo aquel que haya contemplado su reflejo en las pupilas del abismo.