Inventario de ausencias

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I.

La transparencia comienza por los bordes,
una erosión sutil del ser
que la burocracia clasifica
con la aséptica designación de “caso en curso”.

Mis hijos —esas prolongaciones del ego
que alguna vez confundimos con inmortalidad—
sucumben ahora a la misma epidemia metafísica.

Primero fue Arduino I, el mayor,
su cuerpo adolescente desvaneciéndose
como una fotografía sobreexpuesta,
mientras estudiaba ecuaciones
que ya no podrán resolver el misterio
de su propia disolución.

Luego Arduino II, siempre tan preciso,
calculó con matemática elegancia
el índice exacto de su desaparición:
“Tres días, cuatro horas, veintiséis minutos, papá.
He medido la transparencia de mis dedos
con el rigor que me enseñaste”.
Su voz, ya un susurro acuático,
inundó la cocina con la sabiduría prematura
que solo poseen los condenados.

El pequeño Arduino III —apenas tres años,
esa edad donde lo imposible aún no ha sido desterrado
del catálogo de lo cotidiano—
convirtió su evaporación en juego:
“Mira, papá, soy un fantasma de verdad”.
Y su risa, esa cascada cristalina,
resonó en la casa semivacía
con la crueldad involuntaria de la inocencia.

II.

El Ministerio de Asuntos Existenciales
ha emitido un formulario especial (F-224-C)
para “Núcleos Familiares en Proceso de Extinción Ontológica”.
Once páginas de preguntas insustanciales,
como si la burocracia pudiera contener el abismo
con el dique frágil de sus casillas por marcar.

El Dr. García, antes de difuminarse por completo,
teoriza sobre “La familia como constructo evanescente:
implicaciones socio-metafísicas del vacío genealógico”.
Sus clases ahora se imparten en auditorios vacíos
donde las sillas acumulan el polvo
de alumnos que ya no ocupan espacio físico alguno.

III.

Por las noches, recorro las habitaciones
de esta casa que se convierte,
con precisión arquitectónica,
en museo de la ausencia.

En el cuarto de Arduino I,
sus zapatillas deportivas —último bastión
de su materialidad adolescente—
se desvanecen con la misma cadencia
con que se apagan las estrellas distantes.

Sobre el escritorio de Arduino II,
sus diarios matemáticos registran,
con pulcra caligrafía,
la progresión geométrica de su propia extinción.
La belleza de los números,
indiferente al drama humano,
permanece intacta en sus ecuaciones.

El tren de juguete de Arduino III
continúa su trayecto circular,
transportando pasajeros invisibles
hacia estaciones que ya no existen,
metáfora involuntaria de nuestra condición.

IV.

He comenzado a escribir cartas
para quienes ya no pueden leerlas.
Acto de fe postal,
correspondencia con el vacío,
terapia mecanográfica para dedos
que apenas sostienen el bolígrafo.

Mi esposa, pionera en el arte de la ausencia,
¿nos esperará en ese estado no observable,
formando un hogar etéreo
donde reunirnos cuando la desaparición
complete su obra maestra familiar?

V.

El Supermaxi ha inaugurado pasillos especiales
para “Consumidores en Estado Transitorio”.
Productos cada vez más ligeros,
alimentos casi incorpóreos,
bebidas que prometen “calmar la sed existencial”.
El capitalismo, en su infinita capacidad adaptativa,
encuentra siempre un nicho de mercado,
incluso en el apocalipsis ontológico.

VI.

Esta mañana, mirando fotografías familiares,
descubrí que nuestros rostros se diluyen
en la superficie del papel,
como si la química misma
reconociera la imposibilidad
de preservar lo que el universo
ha decidido borrar.

Mis hijos, trío de nebulosas humanas,
juegan ahora a contarse mutuamente,
midiendo con infantil precisión
los porcentajes respectivos de su desvanecimiento:
“¡Tú estás ya al ochenta por ciento, Arduino I!”
“¡Pero tú casi no tienes piernas, Arduino III!”

La inocencia: última fortaleza
contra el terror metafísico.

VII.

Me pregunto si en ese otro plano,
ese estado no observable de presencia,
reconstruiremos los rituales familiares.
¿Habrá desayunos dominicales
para entidades sin estómago?
¿Celebraremos cumpleaños
cuando el tiempo mismo
haya perdido su tiranía cronológica?

VIII.

Los vecinos, aquellos que aún conservan
cierto grado de opacidad corporal,
evitan mirarnos directamente,
como si la desaparición fuera contagiosa
o peor aún, de mal gusto.

La señora Zambrano, inmune hasta ahora
al éxodo ontológico,
deja ocasionalmente comida en nuestra puerta.
Gesto anacrónico pero conmovedor:
alimentar a quienes transitan
hacia un estado donde el hambre
es apenas un recuerdo biológico.

IX.

Mis hijos, ahora apenas visibles
bajo cierta cualidad de luz,
me preguntan si dolerá
el momento final de la transición.

Les miento con toda la ternura
que puede contener un padre semitransparente:
“Es como dormirse, pero mejor”.

La paternidad: arte de fabricar consuelos
incluso ante lo inconsolable.

X.

Quizá sea ésta nuestra verdadera herencia:
no genes ni apellidos,
sino esta coreografía familiar
de desapariciones sincronizadas,
este legado de ausencias
que ningún testamento podría registrar.

El pequeño Arduino III, casi invisible ya,
deposita sus juguetes en perfecto orden
—último acto de presencia en el mundo material.

Arduino II calcula el momento exacto
en que su corazón dejará de ser observable,
y lo anota en su diario como quien
marca una cita importante.

Arduino I, en gesto de rebeldía adolescente,
intenta acelerar su desvanecimiento
permaneciendo inmóvil bajo el sol,
como si la luz pudiera disolver
lo que ya está predestinado a disolverse.

XI.

Y yo, padre de espectros,
esposo de la ausente,
cronista del vacío familiar,
deposito estas palabras
como quien deja miguitas de pan
en un bosque infinito,
sin esperanza real de retorno
pero con la obstinada fe
de que alguien, algún día,
reconocerá en estos versos
el mapa de nuestro éxodo colectivo.

Quizá sea éste el último acto paternal:
documentar la desaparición
para que algo permanezca.

Mientras tanto, el cactus necesita agua,
los recibos aguardan ser pagados,
y la vida —o su pálida imitación—
continúa con esa obstinación tan propia
de lo que ya no tiene sentido persistir
pero persiste, imperturbable,
ante la estética perfección del fin.