Sentido de la palabra Realidad

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Por Pablo Palacio (1935)

La afirmación de la Filosofía básica contemporánea es admitir como indudable la existencia del mundo exterior.

Pensaréis al leer esto que se trata de una afirmación vacía de sentido práctico, ya que es inútil afirmar la existencia de algo cuya realidad se impone de hecho, con la evidencia de lo que se ve y se palpa. Pensaréis que todas las demás conclusiones filosóficas, si van por este camino, son una especie de truco de la inteligencia, hecho para ocupar la vacancia de gente ocupada.

Algo de esto existe, en realidad, en el fondo del problema: la verdadera filosofía, la investigación libre de la realidad del universo, aparece por primera vez en la antigua Grecia, y uno de sus filósofos, Aristóteles, al referirse a la razón de que surgiesen las artes matemáticas en Egipto, dice que esto fue debido a que “allá la casta de los sacerdotes gozaba de tranquilidad” afirmación que también es válida para la mayor parte de los filósofos griegos.

Dominaba entonces en Grecia el sistema económico esclavista, dentro del cual la mayor parte de los hombres formaban el patrimonio de la minoría, siendo objeto de compra-venta, y estando obligados, ellos exclusivamente, al trabajo que era considerado ocupación vil para los propietarios. Generalmente todos los filósofos eran propietarios y la mayor parte de ellos, Jefes de gobierno o emparentados con los gobernantes. Algunos de estos filósofos es verdad que mantenían una posición libre y eran opuestos al sistema, pero casi todos eran aristocráticos, querían el gobierno de los mejores, e insultaban a los esclavos con bastante entusiasmo, como el famoso Heráclito de Efeso, cuya filosofía ha sido utilizada después por los revolucionarios socialistas, el mismo que decía cosas como éstas: “La muchedumbre, al igual que los perros, ladra a quien no conoce, y, como el asno, prefiere el heno al oro”. “Llenan su barriga como bestias”.

Ahora bien, estos propietarios en descanso, se dedicaban a la investigación filosófica y su primera interpretación del mundo fue precisamente materialista. Comprendían al mundo en una forma sencilla, no dudaban de su existencia, daban como explicación de la existencia de las cosas un elemento material (el agua, el aire, el caos o lo indefinido, el fuego) y aunque en realidad estaban errados en sus apreciaciones, exaltaban el Universo exterior como verdadero y creían de manera ingenua en su validez y objetividad.

Pero la inteligencia es audaz y sólo difícilmente puede ponerse vallas. Junto a estos filósofos ingenuos aparecieron otros de contextura más compleja. Los pitagóricos que trataron de explicar lo sensible por lo inteligible, poniendo el número como base de su conexión del Universo (lo que, como veis, ya es demasiado e inteligente). Los eleáticos, que, con Parménides a la cabeza, se preocuparon de buscar la Unidad del Ser, frente a la pluralidad de lo sensible, como lo único comprensible y racional. (Esta oposición obedece a la tendencia de buscar una interpretación monista del mundo: las cosas individuales unidas por la regla y el orden). Anaxágoras, que introdujo la teoría del Nus, espíritu, como poder regulador de la mezcla confusa de gérmenes (llamados homeomerías desde Aristóteles) que existían antes de la aparición del orden.

Después apareció Demócrito, el primer gran filósofo materialista que representa una coronación de la corriente que explicaba el mundo como existente por sí. Siguió las enseñanzas de su maestro Leucipo y procedió a dar una razón de las cosas, por medio del atomismo, doctrina que aún perdura, naturalmente sólo en sus bases. Demócrito no habló de ningún espíritu en su teoría de la formación del mundo porque el espíritu es un fenómeno aparecido después de las cosas y después de la vida orgánica misma. Se encontraba pues, ante el problema del Universo, sin inteligencia alguna que intervenga en su construcción. Demócrito formuló la doctrina de que en toda la eternidad existen átomos (las últimas partículas indivisibles de materia) y el vacío, que no habían tenido principio porque de la nada, nada sale, y que aquellas, las partículas indivisibles, los átomos, diversas por su forma pero idénticas por su cualidad, debido al vacío existente, necesariamente se pusieron en movimiento por la caída y formaron las cosas sensibles, los cuerpos, sin intervención alguna de un ser trascendente. A esta interpretación del mundo se le ha llamado mecánica.

Demócrito habló también de la infinidad de mundos y de la indestructibilidad de la materia, teorías que desaparecieron después por la intervención de filósofos idealistas como Platón, Aristóteles, los escolásticos (católicos) de la Edad Media, y que hoy, en la Edad Moderna, han sido comprobados plenamente por la ciencia.

Luego aparece en la filosofía el primer sistema idealista, obra de un hombre inteligente que positivamente ha prestado grandes servicios a la humanidad, pero que positivamente también ha sido causa de muchos males por haber contribuido, con su gran fuerza mental, a desvirtuar y combatir la interpretación materialista del mundo. Este hombre es Platón, filósofo griego.

Su doctrina no es exclusivamente suya pues se funda en la enseñanza de Sócrates, su antecesor que interpretaba el mundo según un sistema racionalista que no podía ser perfecto dado el estado de civilización de la época que no tenía datos científicos suficientes para justificar, racionalmente, su sistema. Sócrates quería que se interpretara todo de acuerdo con la razón y que, dada una afirmación, se la probara demostrando porque es mejor que sea así y no de otra manera. Pero como el concepto de lo mejor es exclusivamente humano (no existiendo en la naturaleza), y corresponde siempre a los conocimientos y condiciones de una época, fácilmente podéis comprender cómo podían acumularse los errores sobre la base de esa apreciación. Así fácilmente se entiende que con un criterio racionalista haya sido considerado vil el trabajo en la época Socrático-Platónica, y de este ejemplo deduciréis si todas sus conclusiones racionalistas son merecedoras de crédito completo.

De acuerdo con este criterio básico, Platón llegó a establecer una división estricta entre el mundo de la razón y el mundo de lo sensible. El mundo de lo sensible era para él este mundo nuestro de cosas cambiantes (el único mundo real para nosotros), en el que todas las cosas devienen y en donde todo es susceptible del más o del menos.

¿Pero del más o del menos con relación a qué? Pues, con relación al mundo perfecto, mundo que Platón pobló de ideas, es decir de los prototipos de las cosas. Platón creía que aquello que es común a todas las cosas individuales del mismo género es lo sustancial: de todos, los hombres tenemos una idea común que es “hombre” y son hombres aquellos en cuanto participan de esta idea. En consecuencia, lo único permanente, lo único verdaderamente real frente a lo sensible, a lo que cambia, es la idea.

Y como lo más perfecto es lo racional, el único mundo verdaderamente perfecto y real es el mundo de las ideas, que está separado del mundo de las cosas. Ahora bien, sólo este mundo tiene el ser perfecto; nuestro mundo, el de lo sensible, es simplemente copia, fantasía. Ese mundo, el perfecto, es incorpóreo, intemporal, inespacial (no tiene forma sensible, no deviene en el tiempo, no está dentro de ningún espacio), y sin embargo es el único real, al cual el verdadero sabio aspira.

¿Habréis leído alguna vez más grande mezcla de contradicción? ¿Es posible entender, sinceramente, qué es aquello que es lo más perfecto y más real y sin embargo no es con forma ni en un espacio ni en un tiempo?

Sin embargo no os alarméis por ello. Diréis vosotros que Platón afirmaba estas cosas porque es muy antiguo y entonces los hombres eran sumamente fantásticos. Pero si esto es verdad no lo es en toda su extensión porque hay muchos hombres de hoy que no se diferencian de los de ayer en grado sumo.

Ved si no lo creéis entre los modernos, la filosofía de Bertrand Rusell, un filósofo y científico de nota cuya ciencia debe ser admirable pero cuya filosofía es difícil de comprender. En Rusell, el problema de las ideas toma el nombre de problema de los universales: aquellas palabras que encierran individualidades, el sustantivo casa, el adjetivo verde,el verbo gozar, etc. Ahora bien: estas palabras existen, más bien diré, en el sentido de Rusell, estas representaciones existen con validez universal, fuera de cada uno de nosotros, puesto que no son personales. ¿En dónde existen, pues? Ante la dificultad Rusell descubre un mundo (respetemos la memoria de Cristóbal Colón, compañeros). El mundo de las esencias, coexistente y supersupuesto a nuestro mundo sensible, que él llama mundo de existencias. La diferencia de estos dos mundos consiste en que éste es temporal y especial y, en cambio, aquél de las esencias, intemporal e inespacial.

Ahora bien ¿podemos nosotros hombres entender alguna vez esto?

Sería aventurado responder positivamente a esta pregunta. Nuestra capacidad mental puede elevarse audazmente hasta legalizar las más absurdas construcciones, pero si tratamos de reducirnos dentro del mundo sensible, nos basta con la evidencia de que hay cuerpos y funciones espirituales, adheridas a esos cuerpos y dependientes de ellos, sin posible separación que no podemos verlas ni limitarlas, mas, que no por esto nos dan material suficiente para hacer de ellas mundo aparte. Separad el espíritu de los cuerpos y empezaréis a volveros locos.

Pero con esta separación de mundos y supremacía del llamado mundo de esencias sobre el mundo sensible, dominante en las filosofías platonianas, no hemos dejado explicada aún la proposición de que el mundo exterior no existe por sí sino como sensación del hombre, punto de divergencia con la filosofía materialista del mundo.

Llegaremos a esta dificultad de los filósofos en forma más clara, cuando nos encontremos, en la Edad Moderna, con el obispo irlandés, señor Jorge Berkeley, quien niega absolutamente la materia y sólo cree en la existencia de Dios y de los espíritus. Es importante y particularmente curioso aquel documento de la filosofía Tres diálogos entre Hilas y Filonús, en que, forma popular, el señor Obispo de Cloyne (lo era Berkeley), destruye el mundo con una facilidad asombrosa, y deja como solo habitante de su espíritu su poderosa imaginación.

Pero para llegar a esto sigamos rastreando en la historia del pensamiento los pasos importantes de la filosofía, a fin de tener a mano un esquema rápido de lo que ha sido la interpretación del mundo. Sigamos, al presente, el recorrido de la filosofía idealista, y utilicémoslo en cuanto se relaciona con el problema inicial de este ensayo.

Platón había dado realidad a las ideas (eidos, formas, esencias) e irrealidad a la materia. Además conviene que lo apuntemos, había hecho suya la antigua doctrina mítica de la trasmigración de las almas, haciendo de todo conocimiento una reminiscencia.

Su sucesor, Aristóteles, fue más humano y menos poeta. No menospreciaba como aquél la materia, la consideraba por el contrario, tan importante como la forma, pues si aislamos una y otra nada podemos comprender, y cada una de ellas tiene para él el valor de complemento indispensable de la otra. Su filosofía es una filosofía fusionista, desde el punto de vista de las relaciones de materia y espíritu: ha dominado gran parte del espiritualismo medioeval y ha sido el fundamento inmediato de una interpretación materialista, la de Julián Offray de La Mettrie, en Historia Natural del Alma y el Hombre Máquina, filósofo francés del siglo XVIII.

Pero la concepción de Aristóteles, a pesar de ese sentido, es predominantemente espiritualista, pues en las relaciones de materia y forma, ésta adquiere lugar predominante y directivo. Admitió la existencia de un primer moto, origen del movimiento del mundo.

Contradijo también a su maestro en lo relativo a la doctrina de la reminiscencia, no admitiendo su consecuente, la de las ideas innatas, y afirmando que todos nuestros conocimientos vienen de los sentidos, con la fórmula clásica de la filosofía: Nihil est in intellectu quod non prius fuerit in sensu, o sea: “Nada existe en el entendimiento que antes no hubiera estado en los sentidos”. Esta fórmula del gran filósofo llevada a sus extremas consecuencias, será motivo, después, para la negación del mundo exterior, como veremos más adelante.

Después de Aristóteles, el caso más importante de la filosofía se nos presenta en Plotino, que se acomoda dentro del esquema platoniano, socorrido de un fervor místico que es verdaderamente interesante. Su filosofía es, tal vez, la más grande filosofía imaginativa de que tengamos noticia. Por el lado idealista hizo una teoría de Dios, otra del Espíritu y otra del Alma del Mundo: por el lado de abajo lo liquidó todo con especial delectación. Es curioso que Plotino, en su interpretación del mundo colocó todo lo existente entre dos polos negativos, incomprensibles totalmente para el pensamiento: Dios y la materia, en los términos en que para él debían ser entendidos.

La idea de Dios la formaba mediante una inmensa negación de todo lo sensible, de toda limitación, de toda forma. Dios era más que la razón, y el pensamiento no podía llegar a Él. Estaba por encima de todos los conceptos. Lo que podía enunciar de Él era que nada determinado podía enunciar. Dios era el gran desconocido.

En el otro polo estaba la materia, sin magnitud, sin cualidades. Ni visible, ni tangible. No era razón, ni espíritu, ni alma, ni vida, ni límite, ni forma. No tenía movimiento, porque toda fuerza es patrimonio del Espíritu único, a pesar de que Dios, que vive siempre en la profunda soledad de sí mismo, está siempre en reposo absoluto.

Entre estos dos polos estaba el espíritu, reino de las ideas, y el alma del mundo, principio de unión entre lo sensible y lo suprasensible.

Como veis, esta fantasía de Plotino es también difícil de comprender. Sin embargo, como lo entiende el Profesor Francois Picavet, formó el marco general dentro del cual se movió toda la filosofía de la Edad Media, en la cual aparecieron dos filósofos de bulto: San Agustín, predominantemente platoniano, y Santo Tomás predominantemente aristotélico.

Todas estas filosofías aceptan el postulado general de los dos mundos: el perfecto y el sensible. El primero divino, el segundo humano, bajo y despreciable.

Ahora bien, en la Edad Moderna, nos interesa para la localización de nuestro problema el enunciado de Locke, filósofo inglés quien puso de nuevo a discusión los problemas de la teoría del conocimiento, afirmando que nada existe en el entendimiento que antes no hubiera estado en los sentidos y que, como Aristóteles lo había dicho, la inteligencia era una tabla rasa que recibía las impresiones exteriores. A esta posición filosófica se la ha llamado sensualista y éste es el punto del cual parte el señor Obispo de Cloyne. Pero el señor Obispo vuelve la funda del revés con una habilidad pasmosa hasta convertir la proposición del antiguo maestro en ésta que es una joya de la filosofía: nada existe fuera de nosotros si no ha estado antes en los sentidos.

No es ésta, por supuesto, proposición suya textual, pero la usamos por razones de claridad en la exposición, con la seguridad de que no desvirtuamos fundamentalmente su pensamiento.

¿Cómo llegó Berkeley a esta afirmación? Vamos a verlo enseguida.

El razonamiento de Berkeley se funda en las siguientes proposiciones:

1. La sensación sólo existe en el espíritu.

2. No podemos tener ideas abstractas.

La afirmación que trata de probar es la siguiente: “No existe en el mundo una cosa que pueda llamarse sustancia material”.

El desarrollo de la prueba parte desde la definición de cosas sensibles. ¿Qué son cosas sensibles? Se pregunta Berkeley. Cosas sensibles son las que se perciben mediante los sentidos. ¿Qué es lo que se percibe mediante los sentidos? Por la vista, los colores, la luz, las figuras; por el oído, los sonidos; por el paladar, los sabores; por el olfato, los olores; por el tacto, las cosas tangibles.

¿Queda algo sensible, después de suprimidas las cualidades sensibles? Nada sensible queda.

Entonces, cosas sensibles son las cualidades sensibles o las combinaciones de las mismas.

Segundo problema de la filosofía Berkeliana: ¿consiste la verdad de las cosas sensibles en ser percibidas? Dos posiciones son posibles ante esta pregunta: 1. Existir y percibir son dos cosas, o existir y percibir es lo mismo (esse: percipi). En el segundo punto de vista se coloca el señor Obispo.

Para probarlo hace un análisis acerca de la localización de las cualidades secundarias de las cosas, tal como habían sido clasificadas por Galileo, Locke, etc.

¿Existen el sabor, el olor, los sonidos, el color, y el calor y el frío en las cosas o en el espíritu? ¿Siente la materia?

¿No es verdad que los hombres tienen distintos gustos y apreciaciones de sabor de la misma cosa, que la misma cosa que para un hombre es un alimento para un animal de otra especie no tiene ninguna importancia? Es así, luego el sabor no existe en la cosa sino en el espíritu.

¿No es verdad que lo que para un hombre es un miasma, para animales inferiores es ambiente de sustentación? Luego, el olor sólo está en el espíritu.

¿No es verdad que los sonidos no están en la cosa sino que son un movimiento del aire, que es transformado por el espíritu? Luego el sonido sólo está dentro de nosotros.

¿No es verdad que las montañas que de lejos vemos azules, de cerca son grises o verdes? Es así, luego el color sólo está en el espíritu.

¿No son el calor y el frío una variedad del dolor o del placer, como son los sabores, los olores, los colores, los sonidos? ¿Puede sentir la materia placer o dolor? No lo pueden. En consecuencia, todas las cualidades secundarias no tienen una existencia fuera del espíritu.

Luego pasa Berkeley al examen de las cualidades primarias: extensión, figura, solidez, gravedad, movimiento y reposo.

Su primera labor es destruir la extensión. En realidad, como después lo explica, negada la extensión, quedan negadas de hecho las demás cualidades que sólo se explican sobre su base.

La extensión queda negada así: existen en el Universo seres de diversas especies, magnitudes y condiciones de vida. Un pequeño animal, microscópico, tiene sentido para conservarse; lo que tiene él para conservarse es para él completo y útil. Pues bien, lo que para nosotros los hombres, es un grano de polvo, para aquel pequeño animal es una gran montaña. No existe, pues, la extensión, sino el espíritu de cada uno de los seres percipientes.

Otra prueba: el mismo objeto que es visto grande cuando estamos próximos a él, es visto pequeño cuando estamos distantes. La extensión depende entonces de nosotros, sólo existe en nuestro espíritu.

Destruida la extensión real quedan negadas las demás cualidades primarias, pero Berkeley no quiere ahorrarse de ninguna manera trabajo y quiere abundar en razones, para no dejar rastros de existencia de las cosas por sí.

El movimiento lo destruye en esta forma: ¿puede ser el movimiento, a la vez, vivo y lento? No puede ser. Bien entonces: medimos el tiempo por la sucesión de ideas en nuestro espíritu, y como las ideas se suceden con diversos ritmos en los espíritus, una persona puede apreciar un movimiento como vivo y otro como lento. Luego, el movimiento sólo está en nuestro espíritu.

La solidez desaparece así: ¿la solidez es cosa sensible o es resistencia? Si es resistencia, no se halla en los cuerpos, pues lo que para un animal es duro para otro es blando. Si es cosa sensible, ya está probado que todo lo sensible sólo se halla en el espíritu.

Pero no es esto todo. La demostración continúa, más agresiva aún. Según el señor Obispo todo lo que existe es particular. No podemos formarnos concepto alguno de un movimiento que no es rápido ni lento. Algo separado de lo grande y de lo pequeño, de esta o aquella magnitud, no es concebible. No podemos formarnos idea de una extensión sin color, ni es posible separar cualidades primarias de cualidades secundarias: sólo tenemos un indicio de distinción entre ellas: las primeras nos son indiferentes, las segundas nos causan placer o dolor.

En consecuencia, donde están las unas están las otras.

Y como ya hemos probado, tanto de unas como de otras que sólo están en el espíritu, está demasiado probado también que no tienen ninguna existencia independiente.

Y, para evitar todas las dudas, Berkeley da más pruebas, pruebas a porrillo.

Se dice que la materia es la que tiene realidad y existe fuera de nosotros ¿pero qué es la materia?

¿Es una substancia? Substancia viene de sub y stare, estar debajo. ¿Está, pues, extendida la substancia bajo las cualidades sensibles? Pero hemos visto que la extensión sólo puede estar en el espíritu, y entonces el lugar de la substancia es el espíritu.

¿Es la causa del movimiento? Pero si el movimiento está en el espíritu y la materia no es extensa, no tiene por consiguiente fuerza y es inerte. No puede ser causa ni movimiento.

¿Qué es entonces la materia? No es substancia, no es causa, no es extensa, no piensa, no puede ser percibida. La materia es nada, en definitiva.

¿Es posible concebir un árbol existente por sí? Imposible, eso sería una concepción sin concepción.

Pero aquí el espíritu del Obispo siente temores insospechados. Todo lo expuesto es verdadero, pues está probado con evidencia. Sin embargo existe algo que es independiente de mi voluntad, existen cosas que se imponen sobre mí y que no puedo cambiarlas, por más que estén en mi espíritu. Cuando veo un color blanco, no puedo verlo de otra manera.

¿Cómo justificar esta contradicción?

En este punto se realiza el tránsito de su doctrina espiritualista a su doctrina teológica. Veámoslo claramente.

No dudo, dice el señor obispo, de la existencia de las cosas que percibo. Tanto podía dudar “de mi ser como de las cosas que actualmente veo y toco. Bosque, piedras, fuego, carne, hierro y cosas análogas, que nombro y sobre las que discurro, son cosas que conozco. Y no las conocería, si no las hubiese percibido por mis sentidos, y cosas percibidas inmediatamente son ideas, y las ideas no pueden existir fuera del espíritu; su existencia, por consiguiente, consiste en ser percibidas; cuando, pues, son percibidas actualmente no hay duda alguna acerca de su existencia”.

“Cuando niego a las cosas sensibles –añade–, una existencia exterior al espíritu no pienso en mi espíritu particular, sino en todos los espíritus. Ahora bien; es claro que tienen una existencia independiente de mi espíritu, ya que hallo por experiencia que son independientes de él. Por consiguiente, existe algún otro espíritu en que existen durante los intervalos que transcurren entre mis percepciones de ellas, lo mismo que lo hicieron antes de mi nacimiento y lo harían después de mi supuesta aniquilación, y como lo mismo es cierto con respecto a los demás espíritus finitos, se sigue necesariamente que hay un espíritu eterno omnipresente que conoce y comprende todas las cosas y nos las presenta a nuestra visión de la manera y según las reglas que Él mismo ha ordenado y que nosotros llamamos ley de la naturaleza” (Diálogos, p. 115).

“La cuestión debatida entre los materialistas y yo no es si las cosas tienen una existencia real fuera del espíritu, de esta o aquella persona, sino si tienen una existencia absoluta independiente del ser percibida por Dios y exterior a todos los espíritus”.

En consecuencia, las cosas sensibles, que son percibidas inmediatamente, son ideas, las ideas sólo pueden estar en el espíritu, y como mi espíritu tiene interrupciones en sus percepciones, y las cosas se me imponen desde fuera, ellas deben estar en la percepción de Dios. Tal es el razonamiento central del señor Obispo.

Pero no hemos olvidado todavía los motivos que tuvo para la destrucción de la realidad exterior y esos mismos motivos los usaremos para encontrar las confusiones terribles del sistema, sin olvidar nunca las armas o instrumentos de la primera destrucción.

Se quiere decir que por la percepción de Dios las cosas tienen realidad. Bien, pero las cosas percibidas por Él tienen realidad y éstas, según la definición de Berkeley, tienen que ser combinaciones de sensaciones. Entonces las sensaciones de color están en la cosa y la cosa tiene color, y las de sabor están en la realidad y la cosa sabe, y el dolor está también en la cosa y la cosa siente, y la extensión está en la percepción de Dios (en la cosa que se impone a nosotros) y entonces la extensión está fuera de nosotros.

¿O es necesaria una nueva percepción de estas percepciones de Dios y entonces esta realidad nuestra tiene que resolverse en un solipsismo, necesario en el que sólo existen para el yo que percibe?

Por otra parte, separemos mentalmente el espíritu del señor Berkeley de toda realidad exterior, considerémosle sólo en sí mismo, sin lugar ni espacio y preguntémosle si tiene sensación de color, si le duele el pinchazo imaginario del imaginario alfiler que hemos imaginado darle. Es seguro que su espíritu permanecerá inalterable, pues nada le habrá modificado.

Entonces, si es verdad que la sensación está en aquello que él llama espíritu, tendremos como indispensable que para que en él esté, esté también otra fuerza al lado de él, que sea capaz de modificarlo. Pero dejémonos de imaginaciones incomprensibles. El señor Berkeley se colocó en esta situación escabrosa: se cogió para él el espíritu y nos preguntó ¿siente la materia? ¿Están el sabor y la extensión en la cosa? Nosotros cojámonos la materia para nosotros y preguntémosle: ¿existe su espíritu? ¿Están el sabor y la extensión en su espíritu?

En segundo lugar, para probarnos que todas las cosas estaban en el espíritu nos llevó a la afirmación de la relatividad. No existe el sabor en la cosa porque lo que es para unos agradable para otros es desagradable; lo que es caliente para unos para otros es frío; lo que para unos es grande para otros es pequeño. Pero esto ¿no prueba mejor que cualquier otra cosa el hecho mismo de la existencia de algo que para unos es pequeño y para otros grande, para unos caliente y para otros frío, para unos agradable y para otros desagradable? ¿No quiere decir esto que existe una realidad evidente de la cual tenemos diversas apreciaciones y que lo absoluto existe del lado de ella siendo relativa solamente nuestra sensación de ella?

Pero el obispo objeta que no es concebible una extensión separada de lo grande y de lo pequeño, que no es concebible una extensión sin color, en pocas palabras, que no podemos tener ideas abstractas.

Admitimos que para Berkeley no sea concebible la extensión separada de las determinaciones de lo concreto, porque no podemos entrar fácilmente en las concepciones de lo demás, pero lo que no admitimos es la prueba de que por no concebible es no existente, porque eso es simplemente antropocentrismo. Existencia y concepción no hacen una sola cosa. No tengo ninguna percepción del movimiento orgánico y el movimiento existe; ni tengo percepciones del movimiento molecular, que sin embargo existe. Antes que Lavoisier separara el oxígeno del aire, el oxígeno existía en el aire por más que éste fuera concebido por sus predecesores como elementos de la naturaleza y un componente en él fuera inconcebible.

Existencia y percepción; existencia y concepción no son lo mismo.

Es verdad que lo que no conozco no existe para mi conocimiento y lo que no es conocido por nadie no existe para el conocimiento en general, pero esta particularidad de relación nada tiene que ver con la existencia absoluta.

Así el sistema de Berkeley falla desde el momento de su constitución y carece de fundamento en sus bases como en su desarrollo: La proposición “No es concebible un árbol existente por sí” es verdadera realmente; pero quitad de esto la concepción y encontraréis, que sin embargo, existen infinidad de árboles sin la concepción del árbol. Y si la palabra existencia nos confunde, tendremos que convenir indiscutiblemente en que los árboles están sin la concepción.

Diariamente estamos refutando el criterio de Berkeley con la distinción usual que hacemos entre los términos descubrir e inventar. Para este obispo, si forzamos un poquito su teoría, para explicarnos más claro, cuando decimos: Cristóbal Colón descubrió América, debiéramos decir: Cristóbal Colón inventó América, proposición que inmediatamente nos repugna, y de hecho rechazamos como falsa.

El más grande error de cierta filosofía es confundir las ideas que tenemos de las cosas y su existencia; y nuestra mayor verdad, en consecuencia, la evidencia inmediata de la realidad exterior a la base de la diferenciación fundamental entre ser y concebir, ser y percibir.

Pero esta realidad de separación no debe llevarse a los extremos límites, colocando estas dos entidades en diversos mundos. Separémoslos dentro del pensamiento abstracto, pero démosle unidad dentro de lo concreto. ¿Existe algo que los una y que los complemente?

El ser y la concepción son diversos; pero el ser es la base y el fundamento de la concepción. Podría existir el ser sin la concepción, pero no la concepción sin el ser.

Posteriormente entraremos con detalle en estas consideraciones. Por ahora bástenos dilucidar el punto central de la unidad referida.

La conclusión final de la filosofía berkeliana y su más importante resumen, para nuestro fin, es el siguiente: “El convencimiento total de que vemos las cosas en su verdadera forma y de que no debemos preocuparnos por sus naturalezas desconocidas o existencias absolutas”.

Este resultado llevó a la filosofía a posiciones agnósticas que colocaron la realidad fuera de nuestro alcance.

David Hume, discípulo del señor Obispo, llegó a negar toda sustancia, ya material o espiritual, toda relación de causalidad; y produjo una filosofía que pudiera llamarse de las sensaciones sueltas, en la que, con respecto a los hechos, no era admisible siquiera buscar la sensación de seguridad.

Immanuel Kant afirmó la existencia de una cosa en sí, distinta de lo que aparece (conforme a las leyes), pero inalcanzable, incognoscible, no para nosotros. Colocó pues, el mundo absoluto, el mundo verdadero, fuera de la posibilidad del conocimiento.

Lo mismo hizo el positivismo, impugnando la utilidad de la metafísica, las existencias absolutas, el respaldo material de las cosas, y el empirio-criticismo moderno que trata de referirse solamente a una experiencia universal, como fundamento del ser, es decir, en definitiva, a un complejo de sensaciones.

El materialista Engels refutó el concepto de la cosa en sí incomprensible de Kant, afirmando que esa cosa en sí ha llegado a ser “cosa para nosotros”. Usaba como ejemplo el caso de la “alizarina, substancia colorante de la rubia granza que obtenemos ahora, no solamente tratando raíces de granza, sino más económicamente y por un procedimiento más sencillo, tratando alquitrán de huila”.

De esto se ha dicho que es como tomar el rábano por las hojas, y es verdad que el ejemplo puede ser refutado, por cuanto subsiste la pregunta fundamental sobre la existencia misma de la alizarina. Pero esto es un ejemplo, nada más. Todos sabemos que las investigaciones científicas se orientan hacia el descubrimiento de la última realidad, en un sentido monista. La química tiende a ser una física del átomo. Descubierta esta realidad, esta última realidad, el problema de la cosa en sí habría desaparecido. No debemos confundir nuestra propia ignorancia, nuestras dificultades de conocimiento, progresivamente allanadas cada vez más, con la incognoscibilidad de las cosas.

Estamos en un mundo, formamos parte de una realidad, somos productos de la realidad misma y, en consecuencia, en nosotros tenemos la esencia misma del mundo. La característica fundamental del hombre es la de tener un pensamiento; esto es lo que nos aturde y nos hace creer en cosas extraordinarias. Pero, si hemos de ser lógicos, tenemos que considerar ese pensamiento como producto del mundo y como su reflejo. En el mundo mismo, entonces, en su organización general, debe estar el germen del pensamiento.

No por supuesto, en forma sustancial y consciente (no confundamos nuestras ideas empíricas con la realidad), sino simplemente en forma de enlace, de relación inconsciente y sólo de hecho. Producto del mundo, vida y espíritu deben ser un microcosmos, deben estar estructurados con la misma esencia. Añadamos solamente al hombre la conciencia de sí, el hecho de que hombre puede ser su espejo, y estructurémoslo sobre las bases fundamentales de la realidad funcionando y viviendo como ella.

Y ahora volvamos a un filósofo antiguo, Anaxágoras, que ya previó esa organización fundamental. Anaxágoras es el introductor del Nus, en la interpretación de la realidad. Nus tenía el sentido de mente, intelecto, razón; pero no en el sentido de consciente de sí mismo. Estaba en las cosas, en su desarrollo, sólo como proceso, no como finalidad, pues este criterio es humano, ya no es lo estrictamente existente sino lo empírico. Aclaremos esto ayudándonos de la explicación textual de un idealista, del alemán Hegel: “El movimiento del sistema solar se verifica según leyes invariables; estas leyes son la razón del mismo; pero ni el sol ni los planetas, que giran en torno al sol conforme a estas leyes, tienen conciencia de ellas. El hombre extrae de la existencia estas leyes y las sabe”.

Pero, agreguemos: el hombre extrae de la existencia estas leyes debido a que tiene en sí la organización esencial del mundo, pues es obra de él, desde su constitución y durante toda su experiencia del mundo. Su pensamiento, entonces, procede, pero de acuerdo con la organización de ese mundo que es su fundamento, y, dándose conciencia de esto, le llama a este proceso razón.

El fondo de la realidad es nuestro y a él, progresivamente, nos aproximamos. Podemos penetrar en él porque somos su producto y estamos organizados conforme a su proceso. Somos la parte de la naturaleza que adquiere conciencia de sí, pero estamos dentro de sus leyes. Adquiriremos plena y total conciencia, a fuerza de experiencia, de instrumentos, de perfección, de movimiento incesante, de vacilaciones, errores y aciertos relativos. Pero es posible la plena y total conciencia de esa realidad porque estamos tan cerca del mundo y dependemos tan estrechamente de él como el fruto de su árbol. Nos movemos con él.

Ser y percepción no son la misma cosa, pero la percepción tiene la raíz del ser. Cosas y conceptos son diversos, pero éstos son reflejo de aquéllas que son sus bases.

Distingamos, pero unamos. Realidad y concepción tienen un punto central de unidad que es proceso en las cosas y que en los hombres, siendo conciencia, es proceso también.

Existe una realidad en sí, somos parte de esa realidad, y podemos conocerla porque hacemos una sola cosa con ella.