Sentido de la palabra Verdad
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Advertencia
¿Qué sentido debemos dar a la palabra Verdad? es la pregunta a la que se pretende dar respuesta en esta brevisima investigación. Tomamos el asunto desde un punto de vista filosófico, naturalmente sin restringir las consecuencias al exclusivo dominio de la filosofía sino admitiéndolas para la conducta general del hombre.
Pero, ante todo, debemos hacer una advertencia: La palabra filosofía está mal mirada, entre otros, especialmente por los cronistas y diletantes de la política y del arte. Se pretende que la filosofía es una especie de castillo interior en el que el estudioso puede encerrarse aislándose de la realidad, para dedicarse a contemplaciones idealistas que nada tienen que ver con las amarguras y dificultades de los comentadores de la política. Este concepto de la filosofía es común en todos los inteligentes que resuelven fácilmente todas las cuestiones con sólo lejanas referencias de ellas, sin la más mínima buena voluntad de comprender y de tomar contacto con los problemas. Es un prejuicio que se apoya en la ignorancia más completa del contenido actual de la filosofía. El menos iniciado sabe que la filosofía trata de fundamentar la legitimidad del conocimiento, por una parte, siendo en este sentido previa a la ciencia, y que, por otra, tiende a hacer síntesis científica para deducir de ella la posición y la conducta del hombre en el mundo. En este sentido, la filosofía no termina en sí misma: es arma, método y medida para la ciencia y para la conducta. Lo fundamental es vivir y actuar, tomar una dirección, orientar nuestra voluntad hacia un fin concreto; pero tenemos que determinar este fin en alguna forma reflexiva que lo justifique. La filosofía es el único camino para ello y en este sentido la filosofía es la condición de la acción.
Quien, en alguna forma, interviene en cualquiera de las actividades humanas, lo hace en virtud de principios, de creencias, que no aparecen en cada caso concreto, pero que residen en el fondo de nuestras determinaciones, regulándolas. Cada hombre obra, pues, en virtud de una filosofía; cada ser humano tiene su filosofía, por más que no se dé cuenta de ello. Actúa aparentemente como libre, pero en el fondo tiene principios o creencias, religiosas, materialistas, idealistas, etc. No quiere decir esto, es claro, que nuestras creencias sean las únicas determinantes de nuestras actuaciones; pero la influencia que ellas ejercen, pudiéramos decir en primer término es indudable.
Hacer conscientes esos principios y creencias, promover fines; hacer reflexiva la conducta humana, justificando la existencia y recta formación de los principios y creencias, dilucidar la tarea del hombre en el mundo; influir en la vida social para hacerla cada vez más humana: todo eso es la misión fundamental de la filosofía. La filosofía es, pues, condición de la acción: no termina en sí misma.
Por supuesto no olvidamos que antiguamente la filosofía tenía un sentido de contemplación y que el nervio y fin de la investigación fue la vanidad personal, sintetizada en la fórmula clásica "el saber por el saber"; pero actualmente la fórmula se ha enriquecido con el concepto activo que impulsando los acontecimientos dice "el fin del saber es el poder". Del antiguo significado contemplativo de la filosofía se ha pasado, pues, a un significado activo. Del saber cómo contemplar al saber cómo hacer. Sin destruir tampoco, absolutamente, el placer individual que queda proporcionar el saber.
Entendida así la filosofía, no es necesario ya justificarla. Los cronistas de la política reclaman acción y son enemigos de la filosofía; pero ignoran completamente su contenido y entonces su enemistad vale como la confusión de "molinos de viento" y "ejército de malandrines". Hay que llegar al objeto de nuestras ansias o de nuestros desdenes para saber si es lo uno o lo otro.
El problema
Aclarada así la misión de la filosofía, queremos plantearnos por ahora el problema fundamental de la misma, que tantas consecuencias tiene para la conducta del hombre. Habíamos dicho que actuamos en virtud de principios y creencias; que proyectamos fines a los cuales acomodamos nuestra acción. Agreguemos que esos fines, que nos los imponemos nosotros mismos (si tuvieran imposición extraña no podríamos hablar de su eticidad o moralidad), llegan en cierta manera a objetivizarse y a transformarse en algo así como exterior y superior a nosotros, que nos compele y nos domina. Esto es lo que llamamos deberes. Tengo el deber de actuar en determinada forma, de tal manera que mi acción sea conducente al fin que me he propuesto. Me debo, pues, a mi fin. Esto ha sugerido la idea de que pudiéramos tener un fin absoluto, que sería el superlativo moral, el bien supremo, ante el cual nuestros fines particulares fueran considerados como simples medios en sucesivo eslaboramiento, hasta dar con aquel fin, aquel gran fin que sería la suspensión de todo. Enunciada esa idea, se agolpan las preguntas en forma vertiginosa: ¿Qué es eso del fin absoluto? ¿Existe, en primer lugar? ¿Cómo es? ¿Podemos conocerlo? ¿Cómo conocemos? ¿Qué es verdadero? ¿Existe la verdad?
Breve historia de lo trascendente
El nudo del problema viene a coincidir, en definitiva, con la última interrogante. Nos interesa saber qué es la verdad para estar seguros de si nuestro fin está de acuerdo con ella y si los medios de acción empleados o proyectados están dirigidos, por la verdad también, en el sentido del bien buscado. Y como el orden lógico del conocimiento exige que antes del qué es y del por qué es se investigue el si es, queda de hecho planteada, como primer objeto de la investigación, la pregunta fundamental "¿Existe la verdad?" Meditemos sobre el sentido exacto del problema: cuando yo me propongo la cuestión transcendental de si existe "la verdad", relaciono este concepto con otros similares en la forma: "la razón", "la voluntad", "el bien". Todos estos son conceptos abstractos: se han formado aislando cualidades que pertenecen a un sujeto y dándoles existencia independiente. Después he ido familiarizándome con estos conceptos hasta considerarlos casi concretos y luego he creído que tenían existencia propia y he establecido, en mi mundo de significaciones, con derecho de ciudadanía, una razón, una voluntad, un bien. Idéntico es lo que sucede con la "verdad. El sentido en que se la toma tiende a considerarla en cierta forma objetiva, hipostasiada, trascendente. De aquí a darle el valor de Ser no hay sino un solo paso, como también el hecho de reconocer la existencia de nociones universales e inmutables que, como una regla superior, estuvieran compenetradas e identificadas con ese mismo Ser. El problema de la existencia de la verdad vendría pues a convertirse en el problema de la existencia del Ser, como históricamente ha sucedido en todas las filosofías que afirman la existencia de un objeto trascendente. Localizado así el problema, volvamos a preguntar ¿existe la verdad?
Pero ilustremos antes lo relativo al concepto de lo trascendente, con una breve historia de sus momentos esenciales, limitándonos, de acuerdo con el contenido de esta investigación, al pasado reflexivo y suprimiendo los aportes religiosos que se mueven dentro del campo irracional de la revelación. Xenófanes de Colofón es según Aristóteles el primero en hallar lo uno. "Habiendo vuelto, dice, su vista hacia el conjunto del mundo, dijo que lo Uno es Dios". Xenófanes creía que había un Dios, el mayor de todos, que no era igual a la forma y al pensamiento humano. Creía que no se movía, que no cambiaba de lugar, que estaba eternamente en todas partes. Por supuesto Xenófanes no era un antropomorfista. "Los hombres se han dado dioses a su imagen –dice-: Los etíopes afirmaban que los suyos eran chatos y negros y los fracios que tienen los ojos azules y los cabellos rojos. Por lo tanto, si los bueyes y los caballos y los leones tuvieran manos y pudieran, con sus manos, pintar y producir obras como los hombres, los caballos pintarían figuras de dioses semejantes a caballos y los bueyes, semejantes a los bueyes". No vamos a discutir ahora la opinión de Xenófanes y, anotando sólo de pasada que los caballos y bueyes de la suposición de nuestro filósofo, en las condiciones indicadas ya no habrían sido más caballos o bueyes, precisamos que el centro de su filosofía se refiere a diferenciar "el Uno" del hombre y hacerlo a aquel inmóvil y permanente.
Atribuye además al Uno el saber absoluto y al hombre la mera opinión, circunstancia que nos es importantísima para destacar el punto que investigamos. Xenófanes (570-480 a. de C.) introduce en lo expuesto un tema fundamental en la filosofía europea, que después será tratado con casi la totalidad de los filósofos. Inmediatamente después de él, sus discípulos, Parménides y Zenón de Elea, Meliso de Samos, dedican toda su filosofía a la investigación de los atributos del Ser. Lo consideran uno, eterno, permanente, inmóvil, inmutable. Los dos últimos llegan hasta a negar el movimiento, dentro de un gran totalismo que es algo así como la negación de la diferencia entre el uno y el hombre, establecida por el maestro. Al mismo tiempo casi, Heráclito de Efeso afirma el devenir eterno, oponiéndose a la unidad Parmenideana; dice que las cosas son y no son a la vez, que se encuentran en continuo flujo hacia la muerte y luego hacia una nueva vida; que hay un camino hacia lo alto y un camino hacia lo bajo, o sea que la tierra después de sucesivas transformaciones va a parar en fuego y el fuego, asimismo, en tierra. Unificando este perenne movimiento, encuentra Heráclito, sin embargo, "una ley divina, la necesidad, que lo domina todo, que basta a todo y lo supera todo". Para Heráclito todo cambia, entonces, pero existe una ley del cambio, que es representante de lo Uno en lo múltiple del devenir.
Pero agrega importantes aclaraciones: "No es lo prudente –dice en uno de sus fragmentos– prestarme oídos a mí, sino al Pensamiento, reconociendo que todo es uno". En otro: "Los sentidos son malos testimonios si el alma es un bárbaro que no entiende el misterio de su lenguaje". En otro: "Mientras el pensamiento se da a sí mismo su propio desarrollo, los sentidos están bajo la dependencia de los contrarios y sin referencia con la armonía". Esos fragmentos de Heráclito dan motivo para deducir dos importantes consecuencias: la tendencia a identificar el concepto de ley y el de necesidad y pensamiento, y la clara intención de asignar a este último la función de dar unidad y armonía a las cosas cambiantes. Pensar es, en realidad, relacionar, generalizar, formar conceptos y significaciones. Formar conceptos es paralizar, en cierta forma y temporalmente, el atropellado curso de las individualidades. La Filosofía Heraclíteana es así un esfuerzo para conciliar la existencia del Uno y del devenir permanente: la ley y las ejemplaridades de la ley. Ésta es, para Heráclito, lo trascendente; nuestro pensamiento lo comprende, por la identidad de su naturaleza y, dándose su propio desarrollo se hace distinto de lo sensible que está bajo la dependencia de los contrarios.
Por este mismo camino será por donde vaya Platón, con su doctrina de los dos mundos. Platón es fundamentalmente Heraclíteano. Su preocupación primera es, también, conciliar el cambio permanente de lo sensible con la aspiración a la unidad de nuestro pensamiento. Lo característico en Platón es su concepción idealista del mundo, que lo ordena así: la materia es la nada, el no-ser, lo sensible es lo intermedio entre el ser y el no-ser, las ideas son el verdadero ser. Las ideas, nuestros conceptos genéricos, son pues, la más alta realidad; son la forma, lo que da la existencia a las cosas. Éstas devienen y perecen; las formas, las ideas, no. Son inmutables y eternas. Existen en un mundo especial, que está coronado por la idea suprema del Bien. Tenemos, pues, dos lugares: el de lo sensible, que es el mudable y el pasajero, y el trascendente que es inmóvil y eterno. Este lugar trascendente es nuestra verdadera patria y nuestro cuerpo material es sólo una cárcel. La tarea de la filosofía consiste en elevarse de lo sensible a lo inteligible y, de unas ideas a otras, hasta la idea suprema del Bien. Con esta filosofía Platón fija claramente la diferencia que venimos investigando: la unidad como trascendente por un lado y la multiplicidad por el otro. En el fondo de todo esto (las unidades en Platón no son otra cosa que nuestros conceptos) encontramos una función de pensamiento ya perfilada en el Heraclitismo: descubrir una regla en el cambio. Biológicamente el hombre odia el desorden y la confusión y sus pensamientos fundamentales son manifestaciones de deseos que la mayor parte de las veces no son cumplidos por no corresponder a realidad alguna. En la violencia del deseo Platón hipostasió los conceptos, que introducían unidad en las sensaciones y, dándoles valor real, se fabricó un mundo igual al que el niño se hace todos los días en sus juegos, dando vida y movimiento de seres vivos a lo que encuentran en sus manos. En la época niña del pensamiento humano los filósofos también creaban realidades de los juegos de la fantasía, siendo así los padres de sus propios fantasmas. La intuición de ese mundo de esencias o mundo de ideas, que hemos especificado, es lo que, en la filosofía platoniana tiene el sentido de conocimiento de la verdad. Intuición tiene en este filósofo el sentido de mirar directamente, de ver, de ponerse en contacto inmediato con la más alta realidad. Esta realidad tiene un carácter objetivo, externo, se impone a nosotros mismos. La podemos conocer y aceptar, pero no podemos crearla ni destruirla, pues tiene existencia independiente.
Platón resulta así el verdadero padre de lo trascendente. Más tarde Plotino fundirá su filosofía en un misticismo agudizado en el que la contemplación del mundo trascendente tomará un verdadero carácter de delirio. Más tarde aún, San Agustín, padre de la Iglesia, tendrá que encontrar en los platonianos el verdadero camino de salvación y, precisamente su lectura iniciará el período emocionante de su vida en que de maniqueo se convierte en cristiano. La Edad Media copia también, fundamentalmente, la concepción platoniana, toda su filosofía es un plan de formación del hombre intelectual y moral para su unión con lo trascendente, que es la suprema perfección. Nada difiere este plan de la dialéctica filosófica de Platón que fija la verdadera patria del hombre en el mundo de las ideas puras. Aun la concepción del Universo de la Filosofía Medioeval está de acuerdo con el esquema de la Filosofía Platoniana. Veámoslo: En Platón, jerarquía del mundo de las ideas, coronadas por la idea suprema del bien; en la Filosofía Medioeval, jerarquía celeste con Dios a la cabeza de todos, sus nueve coros de ángeles, las armadas divinas, los muertos fieles, etc. Sólo en un punto fundamental difieren: mientras Platón, absolutamente consecuente con su idealismo, trata de abolir las dificultades materiales para hacer más fácil la contemplación y propugna una organización social comunista, los cristianos de la Edad Media prefieren imitar fielmente la jerarquía celeste, que es la sede de la perfección y establecen una jerarquía eclesiástica: el Papa, sus cardenales, sus arzobispos y obispos, y una jerarquía de los laicos: el Emperador o Rey, sus nobles, los burgueses, los artesanos, los comerciantes, los villanos y los siervos.
Todo, como vemos, tiene una organización rígida e inmóvil, y la verdad es un objeto de contemplación. Esta manera de ver las cosas perdura durante mucho tiempo en el espíritu de los hombres y en su filosofía. Recordemos solamente algunas opiniones del señor Bossuet, "la autoridad más sólida de los doctores cristianos del siglo XVII". "La inteligencia tiene por objeto las verdades eternas, que no son otra cosa que Dios mismo, de donde subsisten, siendo perfectamente entendidas". "Están, pues, en él (las verdades eternas) de una cierta manera que me es incomprensible; están en él, digo yo cuando veo estas verdades eternas, y al verlas me veo obligado a volverme hacia Aquel que es inmutablemente, y recibir sus luces". "Estas verdades eternas que todo entendimiento percibe siempre las mismas y por lo que se regula todo entendimiento, son alguna cosa de Dios, o mejor dicho, son Dios mismo". Las opiniones anteriores son típicas en la cuestión fundamental de la apreciación de la verdad. La creencia firme en la existencia de lo trascendente tiene como consecuencia inevitable la creencia, firme también, en la de una verdad, que consiste precisamente en esa existencia. En segundo término, esta afirmación implica una actitud humana: la actitud contemplativa. Histórica y lógicamente los dos problemas se encuentran tan estrechamente unidos que, en la práctica, afirmar lo uno es afirmar su consecuencia y también adoptar la actitud correspondiente.
Pero debemos anotar, además de lo anterior, un dato notable: el contenido principal de la filosofía Hegeliana, que tiene estrecho contacto con la historia de lo trascendente, pero que presta precisamente el punto de apoyo para una filosofía materialista. La concepción de Hegel está prácticamente en la cúspide del más desarrollado idealismo: pero, como no lo ignora nadie, es, al mismo tiempo, el soporte fundamental de las posteriores concepciones materialistas. El mérito fundamental de Hegel consiste en haber traído lo trascendental al mundo, anulándolo así de hecho en su propio concepto. Hegel demostró además muy claramente, como veremos más tarde, la calidad abstracta (producto mental) de la idea de lo trascendente. Hagamos un pequeño resumen: Para Hegel, el Universo es el desarrollo de la Idea. Dios y la naturaleza de su voluntad son una misma cosa, y ésta es la que filosóficamente llamamos Idea. Tres son las expresiones en que la idea se revela a nosotros: la más pura es el pensamiento; la otra, la naturaleza física; la última, el espíritu en general. El espíritu general es el espíritu del mundo, espíritu que es conforme a la Idea, que es lo absoluto, al mismo tiempo que lo divino. Lo divino es omnipresente; está en todos los hombres y la suma de éstos es el espíritu universal, que nunca perece. El fin del Universo y de la historia es lo querido, Dios, que es a la vez su principio, lo que se desarrolla. El fin del espíritu es llegar a la conciencia de sí mismo o hacer el mundo conforme a sí mismo: es decir, explicitarse y saberse. Es por esto que la razón gobierna el mundo. La verdad Hegeliana es, así, la "unidad de la voluntad universal y esencial con la subjetiva". Cuando el hombre comprende el espíritu y une con la suya la voluntad universal, entonces está en la verdad, como también está en la moralidad, en la razón, en la libertad, en el derecho.
"El espíritu dice, es una individualidad que es representada, venerada y gozada en su esencialidad, como esencia, como Dios, en la religión. Es expuesta como imagen e intuición en el arte. Es concebida y reconocida por el pensamiento en la filosofía". Por eso es que, en el material en que se verifica el fin último de la razón o del espíritu, en el Estado, todo existe en inseparable unidad: "Esta forma de Estado sólo puede coexistir con esta religión; y lo mismo esta filosofía y este arte en este Estado". A Dios mismo, dice, hay que considerarlo "como unidad de lo universal y lo particular", es decir, identificarlo con la verdad, definida ya en la misma forma. Pero Hegel reclama para esta concepción, esencialmente, la unidad y no la separación. Él mismo dice que no debemos concebirle como "un Ser abstracto, que reside allá arriba, más allá de todo y del cual la realidad humana está excluida". Sólo es posible explicarse su concepto por "la unidad con lo divino que se procura la conciencia individual". Y agrega estas palabras básicas para nuestra investigación: "La inteligencia moderna ha hecho de Dios una abstracción, algo más allá de la conciencia humana, un muro desnudo y férreo sobre el cual el hombre se rompe la cabeza. Pero las ideas de la razón son enteramente distintas de las abstracciones de la inteligencia". Para Hegel, pues, Dios está dentro de nosotros mucho más de lo que creemos, y por esto, porque existe es porque existe lo absoluto y por estar dentro de nosotros es porque podemos conocer la verdad. Se podía interpretar la idea de Hegel más claramente, imaginando como uno de los aspectos de la divinidad de la unión racional de todos los hombres, la común sujeción a ciertas reglas y procedimientos de conocer. Así el demente estaría en parte abandonado de Dios y las cosas, para él, estarían mezcladas y confusas, sin la unidad que pone en el mundo el espíritu, como su esencia.
El pensamiento de Hegel pasó, como sabemos, a alimentar las fuentes de la doctrina materialista. Suprimamos todo el espiritualismo de Hegel y tomando sólo las cosas que vemos y experimentamos, tendremos, de inmediato, que el Universo es el autodesarrollo de la naturaleza. Correlativamente la verdad estaría representada en la unidad de ese desarrollo y la conciencia subjetiva de él y, como quiera que este autodesarrollo de la naturaleza representa indudablemente una cosa absoluta, existiría también, para el materialista, como una afirmación metafísica, una verdad absoluta, tras lo cual vamos, descubriendo progresivamente sus velos, pero sólo por medio de verdades relativas que sólo son nuestras armas de investigación. En realidad, los hombres somos la obra del Universo y en consecuencia una parte de su proceso. Es fundamental para nuestra existencia que tengamos la seguridad de ese asiento real y la certidumbre de que la naturaleza no nos engaña. En consecuencia, que tengamos también la esperanza firme de llegar a la realidad en sí, lo que sería algo como encontrar la verdad absoluta. Pero recordemos, con Hegel, que la realidad (equivalente para nosotros de las Ideas de la razón), es distinta de las abstracciones de la inteligencia. La afirmación metafísica sobre la verdad absoluta asequible, sólo valdría, en el mejor de los casos, para la humanidad entera y en el curso de todos los siglos. Y afirmar esto es lo mismo que afirmar su inexistencia. Estamos simplemente de tránsito, más bien vivimos perentoriamente y nuestra individualidad no puede conciliarse con esa absoluta totalidad. Es posible que no nos equivoquemos colectivamente, en el espacio y en el tiempo. Tenemos la seguridad biológica de que no nos equivocamos, como humanidad. Pero indudablemente no podemos creer absolutas nuestras verdades porque nos falta la experiencia de las generaciones que vienen y a ellas les faltará la de las que estén entonces por venir. No podemos, pues, afirmar nada de esa gran verdad. Tenemos que reducirnos a considerar las armas propias de cada época y a sentirnos en tránsito con ellas.
Saber y creer
Una gran parte de las actividades humanas se desarrolla dentro de la experiencia. Cuando se trata de estos casos, el criterio de verdad más firme nos indica que el pensamiento debe adecuarse a la cosa, que debe concordar con ella. Dejemos a un lado el difícil problema de la posibilidad de darnos cuenta exacta del comportamiento de las cosas y, démoslo por aceptado, pues ningún conocimiento sería posible sin ello. Pero precisemos el sentido exacto del conocimiento de experiencia y de la relación del pensamiento con su objeto. Todo conocimiento completo empieza y termina con la observación concreta. Sucesivamente, los momentos que componen el acto de pensamiento pudieran esquematizarse así: problema, sugerencia de solución, comprobación. Naturalmente, la mayor exactitud del pensamiento corresponde a la más extensa y documentada dilucidación de cada uno de los momentos enunciados; pero, sintéticamente, todo pensamiento científico se compone sólo de esos tres momentos. Si de la discordancia o dificultad que determinados hechos promueven en nosotros inferimos determinada solución para los mismos y luego comprobamos con hechos, realizándolos, que la solución indicada se comporta exactamente igual, tenemos motivos suficientes para deducir que aquella (la solución) actúa verdaderamente. Los momentos del creer y los momentos del saber se perfilan claramente en este proceso. Sólo sabemos positivamente cuando hemos comprobado las consecuencias que implicaba la solución propuesta; pero creíamos en su verdad, probablemente, antes de la comprobación. En todo caso, como lo ampliaremos luego, la creencia revela un proceso incompleto de conocimiento.
En efecto: no tendríamos dificultades si actuáramos siempre sobre la base de la experiencia, de lo que es. Pero sucede que la mayor parte de nuestras actividades está regida por el pensamiento de lo que puede o de lo que debe ser. En estos casos, como en los anteriores también, tendríamos que esperar a que se realicen las consecuencias de nuestros actos, para saber si nuestras creencias actuaban verdaderamente, y mientras no se consiguiera eso, nuestro postulado no podía salir de sus propios límites. Pero, por desgracia, en la cuestión planteada, lo de lo trascendente, que es justamente uno de los casos que el hombre suele localizar entre lo que puede ser, no podemos esperar, pues la comprobación no la tendremos nunca o no nos será útil una vez conseguida. ¿Qué es lo que determina la creencia, entonces?
Habíamos dicho que el acto de creencia se detenía en la solución sugerida por nosotros a un problema y que no necesitaba esperar su comprobación. Ahora bien, creemos o no creemos cuando encontramos racional o no la solución sugerida. La racionalidad resulta, pues, la piedra de toque de la creencia (por supuesto en el mejor de los casos, si el que cree no dice que cree porque sí, sin razón) y el elemento racional debería ser examinado para saber qué es lo que nos induce a creer en una verdad. William James ha estudiado con gran acierto este que llamamos sentimiento de racionalidad. La posición de este filósofo nos parece justísima al respecto: la racionalidad se reconoce por ciertos signos subjetivos que afectan al sujeto pensante: un sentimiento de facilidad, de paz, de tranquilidad: la seguridad interna del paso de la incertidumbre y perplejidad a una comprensión clara de algo.
En efecto, nada más relativo que el sentimiento de racionalidad. Cada cual tiene en sí una sanción interior racional, que es como la sanción moral o la sanción lógica. Interiormente uno mismo se dice si algo es bueno o malo, lógico o ilógico, racional o irracional. Sólo cuando sus afirmaciones salen al exterior se realiza un control, de acuerdo con los conocimientos de la época, el ambiente social, etc. y se decide si ese criterio es real o no. Pero la creencia no puede tener comprobación. Por esto, afirmamos que en la creencia el pensamiento se rige a sí mismo y que el único criterio de verdad de la creencia es la conformidad del pensamiento consigo mismo. Es así porque de dos individuos ante quienes se suscita el problema de lo trascendente, el uno afirma su existencia y el otro su no existencia, ambos con el más claro sentimiento de racionalidad que hace fácil para su entendimiento la respuesta dada. Las diferencias son de explicación clara: las sugerencias con que personalmente respondemos a los múltiples problemas comunes que se nos presentan tienen como respaldo la conciencia de cada cual: diversa constitución personal, diversa cultura, diverso adiestramiento especial, clase a la cual se pertenezca, etc. Las coincidencias también son explicables: comunidad de problemas, conquistas culturales de la época. Influencia fundamental tiene que ejercer el respaldo de experiencia que forma la estructura y el arsenal propio de sugerencias que se puedan presentar a los casos en cuestión.
Para aclarar con ejemplos todo esto, recordemos cuán racional era en la Edad Media la constitución triple del Universo: el cielo arriba, la tierra inmóvil en medio y el infierno debajo; y cuán racional es ahora nuestra concepción: la tierra redonda girando alrededor del Sol; nuestro sistema planetario, parte de una constelación que se mueve entre miles de miles de constelaciones. Otro ejemplo racional: el camino más cercano de un punto a otro es la línea recta, y su opuesto: en espacios incurvados, no euclideanos, como el nuestro, el camino más cercano es la línea curva. Siendo el único criterio de verdad de la creencia el acuerdo del pensamiento consigo mismo, inútil es que le busquemos consecuencias reales y que tratemos de encontrar una verdad objetiva que corresponda a esa creencia. El dominio de la creencia es sólo el pensamiento y nada más que el pensamiento. La creencia no tiende a la comprobación: supone y tiene fe en su suposición. Si trata de probar su fe sólo trata de probarla con argumentos racionales (ya hemos visto el valor de la racionalidad), no con hechos. Y en cuanto la razón quiera probarse con la razón, no se sale del círculo del pensamiento. Yéndose al extremo pudiéramos decir que en el caso de que pueda probarse la racionalidad de la existencia de lo trascendente (hacemos una concesión casi imposible), no quedaría probada con esto la realidad de lo trascendente. Por eso no es posible tener un conocimiento completo sino sobre aquello en que es posible la constatación más o menos inmediata.
No otra cosa debemos decir de la verdad: querer encontrar la verdad absoluta es algo así como afirmar que nuestra idea de lo trascendente corresponde a algo real, es decir, fundamentar con un objeto externo nuestro acuerdo del pensamiento consigo mismo. Lo único que se puede decir es que en nuestras acciones, en cada una de nuestras acciones, nos conducimos verdaderamente o no; que nuestro pensamiento, que cada uno de nuestros pensamientos, se comporta o no de manera igual a como se comportan los objetos de ese pensamiento. Pero pasar de eso a la afirmación de que existe una verdad absoluta es tan forzado como desprender de la actividad humana la razón y afirmar que existe una razón absoluta o sustancial, cuando lo justamente racional es, no que la razón y la experiencia se hallen separadas y contrapuestas, sino que cada acto de experiencia se desarrolle con la razón necesaria para ser justa acomodación a la realidad. En el fondo de todo, lo que encontramos como máxima agudización del problema es el hombre solo, con su pensamiento y demás armas propias, buscando acomodo en un ambiente que deberá dominar para subsistir. Cuanto más logra triunfar sobre lo externo más verdaderamente se conduce.
No hallamos, pues, racionalmente, una verdad absoluta; hallamos simplemente muchas verdades provisionales, las actuales armas del hombre, relativamente aptas para dominar el ambiente y regular su conducta; armas que fácilmente pueden convertirse en falsas e inútiles, como podemos observar respecto de muchas verdades desaparecidas a pesar del carácter absoluto que tenían dentro de su época.
De la alegría que produce el no poder encontrar la verdad
En resumen hemos caracterizado la idea de verdad como la ilusión de encontrar una más alta realidad, permanente e inmutable, que resuelva las contradicciones y dificultades de nuestra experiencia. Esta ilusión la encontramos conforme con la función legítima del pensamiento, ya señalada por grandes pensadores (uno de ellos, Kant): buscar la unidad en la multiplicidad. Para la mayoría de la gente: Dios; para los llamados racionalistas, la Ley. (La Ley tiene también, en la mayoría de los racionalistas, un sentido místico que se diferencia poco de la divinidad y a veces no se diferencia). Pero se creerá entonces que la negativa de principios absolutos implica la inseguridad del hombre en la vida y la angustia de la indecisión. Dice Víctor Cousin: "La primera, la más imperiosa, es la necesidad de principios fijos e inmutables, principios que ni dependan del tiempo, ni de los lugares, ni de las circunstancias, y principios en los cuales repose el hombre y su espíritu con una ilimitada confianza". Para que repose el hombre, en realidad, nada más cómodo que existan principios fijos e inmutables. Esto es precisamente lo que ha querido la filosofía tradicional: hacer del hombre un contemplador. Para que repose el hombre es menester que exista una gran verdad que podamos mirar directamente, como si ya la hubiéramos encontrado, para gozarnos inofensivamente de su contemplación.
Mas nunca podremos saber cómo sería de desesperada la vida del hombre el día en que esa verdad llegara a ponérsele de manifiesto; en que esa gran verdad le deslumbrara y esclavizara. Desde ese día, el hombre no podría seguir siendo hombre. Más se acomoda a nuestra pequeñez y a nuestra grandeza el hecho paradojal de que no existiendo una verdad absoluta que nos oprima, podemos así ser libres y vivir más humanamente, con el gran propósito de hacer cada vez menos dolorosa nuestra propia vida. Si tuviéramos delante de nosotros una verdad así absoluta seríamos ciegos para toda otra cosa que para ella. El día de la verdad sería entonces el día final de todo.
Pero alegrémonos por la fausta noticia de que la verdad no es ser sustancial que alguna vez podremos verlo. Nuestra alegría consiste precisamente en el hecho de que nunca podemos llegar al final de las cosas y de los problemas. Cuando descartamos, un nuevo horizonte se abre y lo que erróneamente consideramos la cúspide no es otra cosa que segundo escalón para más difíciles ascensiones. A través de toda la historia del pensamiento, no aparece el hombre sino como un ser pesado y a medias vidente, que a costa de grandes esfuerzos y muy de tarde en tarde llega a adquirir horizontes más amplios. Imaginaos el crimen que hubiera sido cerrarle de improviso el paso, presentándole la verdad absoluta ante los ojos y cegándolo definitivamente para la vida.