Mi problema con Ayn Rand
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Imagina que sostienes una barra de pan entre las manos y la rompes por la mitad. Te encontrarás, inevitablemente, ante una imposibilidad: la reconstitución de esa barra en su estado original. Esta imposibilidad está determinada por ese reducto aparentemente trivial que quizá no consideraste hasta este momento: la multitud de migajas que jamás podrías localizar para restituir el lugar exacto que ocupaba cada una en el estado primigenio de la barra, consumando así la imposibilidad. Los más perspicaces advertirán que estamos, naturalmente, ante una alegoría de notable potencia para describir la teoría del sujeto en Lacan: ese rompimiento de la barra simboliza la constitución del sujeto como tal —el momento violento en que pronuncia “yo” e ingresa, así, en el orden simbólico a través del lenguaje—; la imposibilidad de su reconstitución simboliza la falta fundamental del sujeto; y las migajas simbolizan el objet petit a, en tanto que constituyen los elementos necesarios para esa empresa tan fútil como absurda de retornarnos a un estado de completud anterior al evento traumático del rompimiento.
Si el sujeto actúa, entonces debe existir un elemento fundamental que lo impulse a la acción. Desde una perspectiva lacaniana, este motor es precisamente la falta fundamental: el sujeto puede consagrar toda su existencia a perseguir la migaja que supone lo restituirá a su estado de no-falta, de completud. En un momento es la migaja A, en otro la migaja B, y así ad infinitum. Un primer paso hacia el alivio del sufrimiento —que emana de la falta fundamental— consiste, por tanto, en detenerse a comprender las características de la estructura que configura la subjetividad común a todos. Un segundo paso es, efectivamente, el análisis: el intento de comprender por qué deseamos lo que deseamos, por qué deseamos como deseamos, etcétera. En este segundo momento confluyen tanto el malestar en la cultura como los eventos traumáticos que uno pudo haber experimentado desde la infancia. Y quizá no solo existe alivio en comprender —así sea desde una perspectiva filosófica en el sentido amplio del término— nuestras propias contradicciones, tendencias y demás: emerge de allí una experiencia de liberación a través del conocimiento de sí, en la medida en que se incrementa la capacidad de detectar (y eventualmente interrumpir) patrones de comportamiento que no nos benefician o que perjudican a los demás. La promesa no es la completud: es la liberación a través de una comprensión —desprovista de juicio— de nuestra propia configuración subjetiva.
Nada de esto existe en Ayn Rand: su llamado objetivismo padece de una ausencia notable —una teoría del sujeto. Y, al carecer de esta arquitectura conceptual, lo que termina proponiendo —y acaso exaltando con fervor casi religioso— es un sujeto obsesionado con la promesa quimérica de que una migaja de pan será capaz de restituirlo a un estado tan fútil como absurdo de plenitud. Un sujeto que confunde delirio con liberación, que se constituye como esclavo de su propio deseo mientras proclama, paradójicamente, su absoluta autonomía. Es precisamente esta ceguera ante la estructura misma de la subjetividad lo que convierte al objetivismo randiano en una filosofía fundamentalmente inconsciente de sí misma: predica la racionalidad mientras permanece ciega a los mecanismos irracionales que la sostienen.